Estados contendientes y revoluciones de color. Un análisis desde la promoción de la democracia

Contending states and color revolutions: An analysis from the perspective of democracy promotion

 

Martha C. Rodríguez Martínez1 & Luis F. García Soto2

1 - Facultad de Filosofía, Historia y Sociología, Universidad de La Habana, La Habana, Cuba

2 - Instituto de Ciencias Básicas, CUJAE, La Habana, Cuba

1. Email:  [email protected] ORCID:  https://orcid.org/0000-0003-0228-6367

2. Email:  [email protected] ORCID: https://orcid.org/0000‐0002‐7360‐4169

 

Recibido: 01/07/2022 Aceptado: 01/09/2022

Cómo Citar: Rodríguez Martínez, M. C., & García Soto, L. F. (2020). Estados contendientes y revoluciones de color: Un análisis desde la promoción de la democracia. Revista Publicando, 9(36), 25-43. https://doi.org/10.51528/rp.vol9.id2350

 

 

Resumen:

 En el presente artículo se abordará el complejo problema de la relación de las revoluciones de color con las relaciones internacionales. En un primer momento, se tratará de explorar la definición misma del fenómeno político de las revoluciones de color. Posteriormente se analizará la relación intrínseca entre estas y los programas de promoción de la democracia, así como la importancia estratégica de estos últimos. Y, por último, se analizará la importancia de la noción de líneas de falla de civilizaciones de Samuel Huntington para entender los programas de promoción de la democracia y las revoluciones de color, dentro del esquema conflictivo entre el bloque geopolítico Occidental y los posibles “estados contendientes” en la contemporaneidad, a partir de una lectura de una lectura de los análisis de Kees Van der Pijl.

Abstract:

 In the present paper it will be tackled the complex problem of the relationship between the “color revolutions” and international relations. Firstly, it will be attempted to explore the definition itself of the political phenomenon known as color revolution. Then, it will be analyzed the intrinsic relationship between the formers and the programs of democracy promotion, as well as the strategic importance of the latters. And lastly, it will be analyzed the importance of the notion of Samuel Huntington´s “civilizational faultlines” in order to understand the programs of democracy promotion and “color revolutions”, within the conflictive scheme between the western geopolitical block and the possible “contending states” in contemporaneity, from a standpoint linked to Kees Van der Pijl´s analysis.

Palabras clave: international relations, contender states, geopolitics, color revolutions.


Introducción

 

  El escollo fundamental al que se enfrenta toda investigación sobre las revoluciones de color es precisamente el más aparente de todos, su definición. Y es que mientras la historiografía, la politología y la filosofía han abordado recurrentemente el significado, funcionamiento y consecuencias de las revoluciones políticas, en el caso del fenómeno de las revoluciones de colores, estas mismas disciplinas no han tenido el mismo alcance y despliegue investigativo debido a la evidente juventud que distingue a esta forma contemporánea de evento de cambio político.

Por tanto, la sistematización de las causas, alcances y significación de las revoluciones de color constituye uno de los retos principales al que se enfrentan los estados y las academias de estudios políticos contemporáneos. Entre otras cosas porque este tipo de fenómeno político cobró una singular relevancia en el mundo posterior a la Guerra Fría y ha seguido siendo, a pesar de sus diferentes variaciones, un tipo de evento recurrente en la arena política internacional. No obstante, debe destacarse que, aunque su clasificación como fenómeno revolucionario aparenta una continuidad lógica con los eventos políticos similares ocurridos en la modernidad, lo cierto es que sus propias características suponen un tipo de cambio más propio del escenario político del mundo tras la Guerra Fría y la caída del bloque de estados socialistas de Europa Oriental.

 Otro elemento a tener en cuenta es que lo recurrente del fenómeno, así como su particular articulación con las dinámicas internacionales de las estructuras geopolíticas más determinantes, son una condición indispensable de la centralidad que deben tener estas revoluciones en el contexto del análisis de la política internacional contemporánea. A ello habría que añadir que su categorización y su importancia ha cobrado un espacio cada vez más relevante en la agudización de los conflictos geopolíticos que han caracterizado las últimas dos décadas. Sin embargo, más allá de las invectivas o de la instrumentalización de los factores estructurales de las revoluciones de color, en el escenario de lucha por la hegemonía global, sus elementos comunes con otros eventos políticos relevantes (como las revoluciones árabes del 2011) y su problemática implicación en las más candentes áreas de conflicto entre bloques contrincantes en el mundo contemporáneo, las convierten en uno de los mecanismos por los que se expresan las nuevas rivalidades internacionales, a la vez que manifiestan las complejas dinámicas internas (propias de cada país) en su relación intrínseca con las dinámicas globales.

  Y es precisamente, el arrojar algunas luces sobre aquellos factores que inciden en las dinámicas complejas sobre las que gira el fenómeno de las revoluciones de color, el sentido que marcará el paso de la reflexión que aquí se presenta. Para ello, se procederá en un primer momento, a analizar el fenómeno de las revoluciones de color en general. Eso sí, visto desde una perspectiva más amplia que las simples revoluciones electorales” de Europa Oriental pues en el análisis se incorpora a la categoría de revoluciones de color, tanto sus empresas exitosas o como las que no lo son[1]. En un segundo momento y a partir de los rasgos comunes entre las revoluciones políticas tratadas, que se analizará la imbricación internacional de los procesos de promoción de la democracia junto a la articulación de las revoluciones de color en las dinámicas propias de los conflictos geopolíticos globales.


Las revoluciones de color

  Las revoluciones de color son usualmente consideradas un fenómeno específico de la tercera oleada de democratización como la denominara Huntington. Y aunque esta oleada realmente comienza a finales de la década de 1970 con la revolución de los claveles en Portugal que da al traste con el Estado Novo, realmente se pueden establecer ciertas y determinadas distinciones entre estos movimientos políticos contestatarios de fines de los 70s y 80s de los que se organizan y triunfan específicamente entre 1996 y el 2000 y que responden más al prototipo de la revolución de color. De ahí que sea en esta última etapa en la que madura el modelo de la Revolución de color, llamada así por el tipo de simbología que la caracteriza, y es a partir de ese modelo triunfante (a partir de las experiencias exitosas en Croacia y Eslovaquia) que se difunde este tipo de fenómeno político, tanto por las redes de activistas locales en la misma región euro oriental, como por medio de las instituciones encargadas de promover la democracia asentadas en el mundo occidental, que brindan un fuerte apoyo institucional al proceso de formación de movimientos análogos en otros países de la región.

    En la simbología adoptada por los movimientos políticos de estas revoluciones predomina generalmente la alusión a algún elemento natural, generalmente relacionado a flores y la evidente asociación a un color específico (de donde deriva la denominación del fenómeno) (Будина, 2014). Una parte considerable del arsenal simbólico de este tipo de movimientos consiste en conceptos y categorías fundamentadas en los principios generales de la sociedad civil occidental, en la forma de un liberalismo abstracto, acomodado en cada caso correspondiente, a la realidad sociopolítica del país afectado. Este tipo de discurso democrático realmente cobra un sentido mucho más práctico en dependencia de la correlación de las fuerzas políticas internas y del tipo de acoplamiento institucional y estructural que busca el movimiento revolucionario con el entramado de estructuras políticas asociadas al mundo occidental.

  Los procesos de revoluciones de color también logran capitalizar el descontento generado en los estados afectados por crisis políticas o económicas prolongadas, al insistir en las aspiraciones y necesidades de los sectores más jóvenes de la población por integrarse, de manera competitiva o no, a los mecanismos de circulación del capital, o en cualquiera de sus formas, al núcleo del sistema mundo capitalista. Por tanto, es el sistema de necesidades generado por el capital trasnacional en su última fase de globalización (la globalización neoliberal) el que generalmente domina las aspiraciones inmediatas de los jóvenes implicados en este tipo de movimientos.

Debe destacarse que, junto a la búsqueda de nuevos paradigmas de satisfacción de necesidades de la juventud, también han sido determinantes en la evolución y consolidación de estos eventos políticos, el agotamiento de los modos de producción nacionales en las coyunturas de las crisis globales y la pérdida del contacto entre las generaciones más jóvenes con los sectores etarios más envejecidos en las sociedades. Hay que sumarle a todo esto, el hecho de que  la pertenencia desigual al sistema de valores que se propone desde el centro sobre el que orbita el sistema mundo globalizado, contribuye indudablemente a potenciar el nivel de conflictividad de la situación política que termina por precipitarla al modelo de revolución de color(Меркулов, 2015).

  A esto último se le debe agregar, el efecto masivo que ha tenido en la socialización humana el surgimiento y expansión de las redes sociales, que ha brindado un marco completamente nuevo de comunicación personal y política, en el que las diferencias antes mencionadas se acentúan de manera distintiva. La expansión de las mismas a partir del 2008 fue un factor clave en el cambio de táctica que caracteriza a las revoluciones de color (Rukhadze, 2021). A partir de ese momento, estos movimientos políticos contaron con este espacio digital para la promoción del evento vía online y para construir la imagen política necesaria que garantizase apoyos diplomáticos en caso de un cambio de régimen político.

 Este efecto se puede advertir de manera más definitoria en las revoluciones correspondientes a la primavera árabe y las que le han sucedido (como el Euromaidan ucraniano en el 2014) (Bachmann & Lyubashenko, 2014). Tanto Facebook como Twitter, así como los espacios digitales más significativos han jugado un rol crucial en la formación e internacionalización de estados de opinión respecto a diferentes sistemas políticos, y una vez comenzado cualquier periodo de inestabilidad, han servido también como instrumentos de coordinación para los activistas revolucionarios, en diferentes escenarios de rebelión popular (Castells, 2012; Trottier & Fuchs, 2015).

 No obstante, las revoluciones de color no se distinguen exclusivamente por su alcance local o nacional, aunque sea lógico que este sea el aspecto más resaltado al interior de cada sociedad afectada. La aplicación específicamente diseñada de este tipo de tecnología política comenzó a finales de los 90 en Europa oriental, donde se trató de replicar el ejemplo de los movimientos de la revolución de terciopelo y los movimientos nacionalistas en el Báltico en la década del ochenta (Carothers & Ottaway, 2000). Tanto en el primer caso, el de Eslovaquia en 1998, como en el caso de la Revolución de los Bulldozers en Serbia, contra Slobodan Milosevic (Sperri, 2015) , se tenía como objetivo el cambio de régimen político para facilitar la asimilación política al bloque occidental, o para eliminar, en el caso serbio, a un gobierno hostil a los planes geopolíticos occidentales de expansión en los Balcanes.

  Este uso de las redes sociales tuvo un peso considerable mayor en el agravamiento de las crisis políticas derivadas de los fenómenos políticos análogos ocurridos en el Oriente Próximo, conocidos como la Primavera Árabe. Estas últimas revoluciones pertenecen también por el amplio uso del mismo tipo de símbolos, así como por el tipo de activismo desplegado en su preparación, a la categoría de revoluciones de color, como lo demuestran la similitud entre Otpor, Kmara y los movimientos insurgentes árabes (Grinin, Korotayev, & Tausch, 2019, pp. 143-144). Aunque las definiciones iniciales limitaran a las revoluciones de color al espacio exclusivamente post-soviético o a Europa Oriental, su recurrencia en el escenario internacional ha supuesto la apertura de esa primera categoría excesivamente estrecha en términos geográficos.  Por tanto, sería exagerado reducir las semejanzas solamente a una imprecisión propia del discurso oficial del estado ruso, como hace Nikitina (Nikitina, 2014), en vistas de la concatenación tanto de las revoluciones electorales iniciales, como de la primavera árabe, con el contexto geopolítico e institucional global en el marco de la denominada “tercera oleada de las revoluciones”. Como también es tentador recurrir al argumento de la larga data de los conflictos internos en las sociedades árabes poscoloniales (Esposito, Sonn, & Voll, 2016, p. 4) (como en cualquier otro caso), sería preciso resaltar el carácter particularmente distintivo del contexto, forma y orientación del tipo de revolución política que vivió el mundo árabe a partir de su propia oleada de revoluciones, que lo acercan, a pesar de no ser propiamente “revoluciones electorales”, al fenómeno difundido en el espacio post-soviético.

  En esta caso entonces, el presupuesto fundamental para la Revolución de color ha sido hasta este momento, además de la existencia de una situación potencialmente conflictiva al interior de las sociedades, la existencia de programas de promoción de la democracia orientado a las naciones afectadas. El sistema de promoción de la democracia, que entiende a esta última vagamente como poliarquía, en la que los miembros de la sociedad participan como iguales en la toma de decisiones políticas, al menos formalmente (Dahl, 2015), y en la que no se impongan limitaciones a la libre circulación de mercancías, ni a la acumulación del capital, en cualquiera de sus formas. Esta definición, que aun así no es universal, sigue el modelo de la sociedad civil (cuyo modelo más replicado es el anglosajón), pero que puede adoptar simplemente una forma de liberalismo “difuso”, como lo denomina Kurki (Kurki, 2015) a pesar de sus múltiples variaciones, y es el contenido que el mecanismo de reproducción a nivel internacional convierte en el arsenal teórico de sus intelectuales orgánicos que se forman como resultado de la labor de estos programas.

   Esta referencia política a Occidente está determinada también por el origen principal de los donantes de las organizaciones a cargo de estas tareas, sean instituciones privadas o gubernamentales. Esta circunstancia se acentúa aún más en el caso de los programas gubernamentales directos de promoción de la democracia, en los que el sesgo geopolítico se manifiesta más claramente. Tal y como amargamente señala Sarah Sunn Bush: “cuando los gobiernos occidentales promueven la democracia, lo tratan de hacer de manera que promuevan sus intereses” (2015, p. 24).

 Las revoluciones de color, como cualquier revolución política, cuenta con estas premisas epocales para la evolución institucional posterior que de ellas deriva. Aunque estas no son las únicas condiciones necesarias para el triunfo revolucionario. Las cinco condiciones que determinan el “equilibrio inestable” a partir del cual se originan estas revoluciones (a todas las revoluciones, según el autor) incluye según Jack Goldstone (2014, p. 39) a los problemas fiscales, la alienación de la élite, la rabia popular, las narrativas de resistencia y la existencia de apoyo internacional al cambio. Sin embargo, precisamente el alto grado de conectividad global del mundo en la época en que las revoluciones de color han ocurrido supone otorgarles un peso considerable a las condiciones externas de las mismas. Es por ello que, en el sistema de promoción de la democracia, así como en el entramado internacional que determina el proceso revolucionario antes y después del triunfo sobre el régimen político anterior, se pueden encontrar algunos de los focos principales que nos permiten analizar la importancia de las revoluciones de color como fenómeno eminentemente geopolítico, ubicado en unas coordenadas internacionales de las que no puede ser extraído.

 Y como prueba del peso considerable de todo el entramado institucional del activismo de promoción de la democracia en los países afectados por las revoluciones de color, sería pertinente resaltar, la tasa de fracasos de las revoluciones de color, y su relación directa con la falta de coordinación más efectiva, o de apoyo más directo, desde las estructuras institucionales transnacionales.    En este último caso, para autores como Bunce y Wolchik (2006) la prevalencia del fenómeno de las revoluciones de color en el espacio post-soviético es posible, gracias a   una buena interacción que se establece entre condiciones domésticas de inestabilidad política favorables y un amplio apoyo internacional que permite capitalizar esas condiciones a la consecución de los objetivos de estas instituciones transnacionales. ”.

Por tanto, sin el apoyo financiero e institucional (en todos los sentidos posibles) de Europa Occidental o Estados Unidos, que han sido los más activos y evidentes promotores de democracia en el mundo contemporáneo, los intentos de revoluciones de color habrían sufrido muchos más reveses considerables. Esta conexión invita por supuesto a reconsiderar el peso relativo de la conexión internacional dentro de la matriz de causas del momento específico de la revolución de color o electoral que ha azotado el panorama político en las últimas décadas, y por supuesto, a revisitar el funcionamiento de los programas de promoción de la democracia, como eslabón estructural e indispensable para esta conexión internacional.


Promoción de la democracia

La estrecha relación de las revoluciones de color con el contexto internacional excede la simple casualidad. Evidentemente, no se puede reducir las legítimas causas de conflictos y contradicciones internas a cada sociedad, al accionar solamente externo, y negarle de esa forma la agencia política a las poblaciones en todos los estados fuera de occidente. Sin embargo, la proliferación del sistema de promoción de la democracia, como una herramienta específicamente occidental, coincidió, y no de manera casual, con la aparición, de forma masiva, del fenómeno de la revolución de color. Y por supuesto, esta causalidad, tan sutil como pueda parecer, tuvo varios precedentes y condiciones que coadyuvaron a su aparición.

El primero de estos precedentes fue el fin del conflicto geopolítico con el campo socialista que permitió súbitamente adoptar formas más agresivas de expansión del modelo de integración que se lanzó en una ofensiva total (Van der Pijl, 2006, p. 256) sin tener en consideración los riesgos que la imposición de políticas, tanto financieras como administrativas, pudieran tener en el alineamiento geopolítico de los países afectados. El triunfo de occidente, así como la aclamada y aceptada noción del fin de la historia (Fukuyama, 1998), con el triunfo del modelo occidental, tras la desaparición del último estado contendiente, propició la apertura de un abanico de posibilidades a la expansión. Y esta por supuesto, suponía explorar diversas formas y metodologías de crear las estructuras propicias en el mundo “no democrático”, es decir, en los espacios nacionales aun no asimilados por la dinámica institucional del mundo occidental, en el que quedaban relegados los espacios post-soviéticos, así como todas las zonas que hasta el fin de la Guerra Fría habían sido terreno de disputa geopolítica entre el Segundo y el Primer Mundo.

 En este escenario dominado por la unipolaridad geopolítica, una de las transformaciones tendenciales fue la incorporación de programas de promoción de la democracia dentro de los programas de ayuda al desarrollo (Ottaway & Carothers, 2000, p. 6) (algo ya normal en este siglo (Risse, 2009)). Mientras que en la década del 80 la exportación de políticas se había centrado en la imposición de la disciplina del capital, tanto a estados aliados políticamente, como a muchos estados del bloque geopolítico rival (Van der Pijl, 2006, p. 229). Debe destacarse, sin embargo, que  durante los años 90 este enfoque cambió de manera puntual, con la incorporación dentro de la ayuda al desarrollo, la formación institucional de cuadros capaces de administrar apropiadamente las naciones en las condiciones de la sociedad neoliberal[2], mientras se continuaba promoviendo la adopción de los modelos occidentales de sociedad civil y otras estructuras políticas funcionales en estas nuevas circunstancias, fundamentado en la universalidad de la idea de democracia (Gershman, 2005).

 Hay que resaltar, que este tipo de cooperación internacional estaba marcada por la importancia que comenzó a ganar la atención al funcionamiento de las estructuras administrativas y políticas, ante los diferentes descalabros sociales que siguieron a las reformas neoliberales exclusivamente centradas en aspectos financieros y mercantiles durante la década anterior. Esta nueva estrategia supuso, por lo tanto, la politización de la ayuda al desarrollo de manera más explícita (Carothers & De Gramont, 2013). Y de manera mucho más específica, la incorporación del mundo empresarial en el conjunto de regulaciones de la ayuda al desarrollo.

En este caso entonces, y tal y como expresa Youngs (2005): “el involucramiento de las compañías multinacionales en la elaboración de una nueva agenda de Responsabilidad social corporativa (RSC) durante los 90s imbricó un perfil más político en las consideraciones de inversión. Por lo que una plétora de iniciativas expresaron la relevancia aumentada del sector privado en los debates sobre el respeto por los derechos básicos del mundo desarrollado” (p. 83). No obstante, sería preciso aclarar que dentro de estos derechos básicos resaltados el que más relevancia tomaba para las agendas de las compañías, era la protección de los derechos de las clases medias y la defensa de la propiedad privada en toda circunstancia (Girod, Krasner, & Stoner-Weiss, 2009, p. 61).

 Debe resaltarse que, el acoplamiento casi natural de este nuevo énfasis en la gobernanza de los estados con la idea de una democracia liberal supuso un desajuste en el funcionamiento mismo de esta ayuda y en particular, en la forma en la que esta se promovió. Mientras que este interés renovado en el estado o la institucionalidad tenía como fin declarado enmendar las fallas estructurales anteriores, sus fundamentos teóricos siguieron siendo los de la democracia liberal occidental. Esta premisa consideraba a la democracia como una condición sine qua non del crecimiento económico, y había sido profundamente influyente desde el estudio de Lipset (1958) , aunque con posterioridad la hipótesis hubiera sido disputada empíricamente (Acemoglu & Robinson, 2006; Przeworski, Alvarez, Cheihub, & Limongi, 2000). No obstante, los modelos de gobernanza defendidos no se ajustaron a las realidades políticas de los países a reformar o influir, sino a una idea que suponía la exportación, esta vez de manera completa, del modelo sociopolítico neoliberal dominante en occidente. La aclimatación abstracta de cada uno de estos modelos presuponía la acomodación del contenido específico de cada una de las sociedades no occidentales al marco específico de metabolismo social propio de las sociedades anglosajonas.

  Este modelo democrático contaba con varias contradicciones estructurales que delataban su carácter estrictamente geopolítico. A pesar de que la noción misma de democracia en general, asociada en el sentido común a varios aspectos del funcionamiento estatal, parece, por la fuerza de esos mismos rasgos, ser de un carácter uniforme o universal, realmente no es un concepto respecto al cual haya un claro consenso, a pesar de la teorización constante del mismo. En ese sentido entonces, la noción de democracia a la que generalmente apunta la revolución de color es a una concepción de poliarquía, o cuando menos, a una estructura sociopolítica articulada alrededor de contrapesos políticos y de marcos, en su mayoría, legales, que permitan dirimir de manera no violenta los conflictos internos en cada sociedad, o permitan a los elementos de esta influir en el gobierno, por medio de nomas que reconozcan la igualdad de los ciudadanos en la participación política (Dahl, 2015; Gershman, 2005) Visto así, de manera general, el concepto de democracia que se promueve, goza de una plenitud teórica indiscutible, pero tiene la trágica misión de chocar con la constitución y los conflictos de las sociedades en las que ha de ser desarrollada esta estructura social.

 Desde un punto de vista absolutamente teórico, no aparenta haber una contradicción evidente en la promoción de este tipo de regulación. No obstante, este modelo, sostenible plenamente en un plano teórico, realmente tiene su manifestación concreta en un mundo político perfectamente determinado. Esta particular noción de democracia, que está asociada a un desarrollo maduro de la sociedad civil en una nación, está profundamente arraigada en la estructura misma del sistema mundo moderno, y en la particularidad de la sociedad civil en los países centrales, en especial, en el mundo anglosajón, que ha sido su principal baluarte y misionero (Van der Pijl, 2005, p. 90).

  Sin embargo, la forma en la que la sociedad civil anglosajona está estructurada difiere considerablemente, tanto en forma como en contenido, de las otras sociedades nacionales en el resto del mundo. La implantación de instituciones modeladas según este paradigma sociopolítico supone entonces una violencia perceptible sobre los diversos órdenes sociales imperantes, y su aplicación efectiva está asociada directamente a la expansión de las facultades y mecanismos de las instituciones reguladoras del capital específicamente occidental, puesto que toda otra forma de organización del capital (nacional preferentemente) debe subsumirse en el modelo específicamente dominante en Occidente.

 Por esta razón, una flagrante contradicción apareció en la forma en la que se organizó los programas de promoción estructural de la democracia, en la que los modelos exitosos no coincidían con las sociedades liberales occidentales en muchos aspectos de su funcionamiento político. Esta contradicción se manifiesta en la incorporación de la gobernanza y la democracia como factores claves para toda reforma, sin una definición clara de lo que es ninguna de ellas.

En este caso, el resultado natural de todo esto, no solo fue la politización de los programas de ayuda al desarrollo, sino su conversión efectiva, en vistas de la nueva situación internacional, en un arma efectiva de integración de los estados externos a la hearthland.[3] Según Carothers (2013), estos programas siempre habían tenido un carácter político, pero no se habían empleado como una herramienta de manera tan evidente. Por tanto, lo que ocurre es una integración directa con la estrategia geopolítica de extensión del núcleo del sistema mundo y un cambio en el carácter general de las instituciones asociadas. Estos hechos, traen como consecuencia que el énfasis en la solución de los problemas locales que mueven este tipo de iniciativas termine siendo supeditadas o integradas a la necesidad de imponer estructuralmente el dominio de las instituciones globales de regulación del capital, complementados ahora con las formas ideológicas más acordes a su funcionamiento.

  Es por esta razón que las críticas a la incorporación de la dimensión política en la ayuda al desarrollo hicieron tanto hincapié en la reacción adversa generada por este tipo de acciones en los estados no occidentales. Los mecanismos de la deuda, que ya de por sí habían significado la ruina financiera de muchos estados en la década del 80 fueron seguidos por una oleada de ayudas, que esta vez contenían explícitamente la estructura formativa de intelectuales orgánicos, orientados a la integración con el centro capitalista. Fue a partir de este momento, a mediados de la década de 1990, que el movimiento conjunto del capital occidental se revela como una auténtica fuerza geopolítica, sin ninguna necesidad de moderar sus propósitos, dado el carácter de omnipotencia del que gozaba en la época, lo que se manifiesta también en la intervención militar en zonas fuera de occidente para garantizar transiciones políticas y en la promoción de una institucionalidad favorable desde los organismos globales (Magen, Risse, & Mcfaul, 2009, pp. 7-9). Esto no significa que muchos de estos grupos, como cualquier otro elemento, no hubiera sido un recurso en la lucha geoestratégica mayor contra la URSS, sino que es a partir de este momento, en el que asumen su nueva función de manera permanente y abierta.

  La existencia de diversas posiciones políticas dentro del bloque occidental no impide considerar que la idea de promover la democracia sea visto como un objetivo común, a pesar de las diferencias en los métodos, y la impopularidad que tienen algunos de estos, como la “Guerra contra el terrorismo” de la administración de George W. Bush (Drezner, 2007). Por tanto, las divisiones se manifestaban particularmente en la forma de ejercer los objetivos diplomáticos, y esto pudiera deberse al desbalance de poder existente entre ambos actores como Europa y Estados Unidos, tal y como sostiene Kagan (2004). Sin embargo, esto no significa que dichas diferencias no vayan a disminuir al punto de ser ignoradas, en el caso de la emergencia de un auténtico rival geopolítico al poder del núcleo del sistema mundo. Este último escenario se ha evidenciado claramente en el ascenso de los BRICS, que ha supuesto, como se esperaba, un acercamiento en las posiciones en ambas orillas de la cuenca atlántica, ante la aparición de un posible contendiente geopolítico.

 El valor geopolítico de la promoción de la democracia supuso la muerte del carácter políticamente neutral, o aparentemente neutral, de una asistencia técnica que resultaba vital para los países receptores. Las organizaciones y proyectos de ayuda al tercer mundo, que habían generado cambios positivos en muchas de las esferas relevantes en la solución de los problemas más apremiantes para estos países, se convierten, tras la politización evidente del proceso, en estructuras funcionales a la promoción de la integración geopolítica en el núcleo occidental. El medioambiente, los derechos de la mujer, los derechos de la minorías, religiosas, sexuales y étnicas, se convierten con este giro programático de la ayuda internacional, en atributos de una causa mayor, y, por lo tanto, supeditan a partir de ese momento la relevancia particular que pueden tener para las sociedades implicadas, al condicionamiento que puede representar la reproducción ampliada de las diferentes formas de manifestación política de la integración global.

El caso ambiental, especialmente apremiado por la creciente crisis climática global, es un caso paradigmático de asimilación de una agenda con una legítima preocupación social dentro del marco institucional del orden liberal imperante. El mantenimiento de estos programas, más allá de su efectividad, se fundamentan en un enfoque negociado que no ponga en peligro el orden económico liberal, y cuya negociación tiene como objetivo un escenario de compensaciones y compromisos beneficiosos a las instituciones económicas globales, como afirma Ian Gough (2014).

Esta dimensión geopolítica les brinda a los programas de promoción y ayuda a la democracia un carácter totalmente distinto al asumido inicialmente por los países receptores. Este tipo de estrategia gramsciana[4], que aplica el sistema mundo en sus diversas formas de integración, supone un reto considerable para los estados nación, sobre todo para aquellos cuya integración es relativamente débil, o para aquellos que han adoptado una postura de estado contendiente. Este cambio en el accionar de los organismos internacionales representan también el presupuesto necesario para la comprensión del fenómeno de las revoluciones de colores que posteriormente se convertirían en una constante en el espectro político del siglo XXI, y en especial, el lugar específico que las mismas ocupan en el tablero geopolítico mundial.

Y este lugar está determinado en buena medida por la formación de cuadros aptos para la adecuación institucional antes señalada de los países que reciben la ayuda. Entre otras razones, porque esta adecuación no solo depende de la formación de mecanismos supranacionales de control y fiscalización, sino de la generación de estructuras internas que pongan en jaque a la estructura política correspondiente a cada nación. La importancia de estos mecanismos de control interno se evidenciaron como parte del cambio estructural de los programas de ayuda para el desarrollo después de la década de los noventa, y su principal manifestación fue el énfasis de estos programas en la  contabilidad, que ocupó un lugar central en la construcción de instituciones democráticas desde la óptica de los donantes de ayuda para el desarrollo (Girod et al., 2009).

 La mayor conflictividad derivada de este tipo de promoción de la democracia y de la gobernanza desde las instituciones globales, no recayó en naciones aisladas de las regiones más empobrecidas, sino que se movió, necesariamente, hacia las zonas más cercanas a los estados no occidentales más robustos. Este tipo de movimientos en las zonas cercanas a estos estados, hizo saltar en muchas ocasiones, por los aires, la idea del relativo equilibrio en el orden internacional, y convirtió a la democracia, más que en un resultado del proceso de modernización, en una herramienta geopolítica más, utilizada para ahondar los conflictos regionales, y favorecer la preeminencia geopolítica occidental. Estas regiones de conflicto, que bien pudieran identificarse con las “líneas de falla” de Samuel Huntington, se explorarán a continuación.


Líneas de falla.

Los procesos de promoción de la democracia, así como la consiguiente formación efectiva de cuadros políticos e intelectuales orgánicos a los principales promotores, no ocurren en un terreno imaginario. Su ubicación geográfica responde, como es lógico, a la constitución estratégica de cada bloque geopolítico y a los límites aceptados de estos. Es por ello que la comprensión de la dimensión geopolítica del proceso que soporta estructuralmente a las revoluciones de color como fenómeno político de envergadura global, implica un retorno al análisis de la disposición de las fuerzas políticas en este espacio global compartido y a las dinámicas de lucha entre estas fuerzas.

Para presentar de manera más adecuada el escenario internacional en el que las revoluciones de colores juegan un rol, sería conveniente recurrir a un clásico de los estudios de las relaciones internacionales de la década del 90, Samuel Huntington. El objetivo que se persigue al volver a esta teoría es rescatar una noción que parece revitalizarse de manera notable con la expansión de las revoluciones de color: la noción de línea de fractura de las civilizaciones. Aunque es menester insistir en el hecho de que la teoría de Huntington ha sufrido muchas, y merecidas críticas (Senghaas, 1998) a lo largo de los años , dado su carácter eminentemente culturalista y por su partidismo pro norteamericano. No obstante, la influencia de la misma, así como los eventos políticos en lo que va de siglo, parecen confirmar, de manera tangencial, uno de sus argumentos principales. 

Siguiendo la tradición realista de la teoría de relaciones internacionales norteamericana, Huntington sostenía que el estado natural predominante en las relaciones internacionales era el de caos y la coexistencia tensa y potencialmente violenta de diferentes actores políticos, que él asociaba directamente a la categoría de civilizaciones, y al que el mundo se abocaba definitivamente, tras el fin del conflicto ideológico de la Guerra Fría. A diferencia del resto de especialistas de las relaciones internacionales, Huntington recurre a nociones relativamente asociadas a aspectos ideológicos, tales como la afinidad lingüística, la religión y otros factores culturales para asociar regiones enteras en estos hipotéticos bloques geopolíticos determinantes en la lucha política internacional. Y a partir de estas, imagina el orden mundial pos guerra fría centrado alrededor del conflicto entre estos hipotéticos bloques civilizatorios.

Como buen defensor de la política exterior norteamericana, Huntington enfocó su análisis hacia las ventajas y retos que suponía el escenario de choque de civilizaciones, en el nuevo siglo que pronto comenzaría y que sería dominada, aparentemente, por la presencia de una unipolaridad efectiva. En este caso, un elemento importante que debemos resaltar de la teoría de Huntington es su teoría del conflicto internacional, que plantea que las posibilidades de conflictos se incrementan en los países más cercanos a las líneas de falla, tal y como él las denomina. Espacios geográficos como los Balcanes, el Cáucaso, Ucrania o el subcontinente indio resultaban especialmente conflictivos y podrían ser escenarios de graves conflictos, precisamente por la naturaleza de por sí problemática de estos estados, surgidos y ubicados junto a naciones pertenecientes a otro bloque civilizatorio.    

Considerando la posición casi exclusivamente periférica de estos estados con respecto a las formaciones geopolíticas globalizadas como la Unión Europea o Estados Unidos, se puede notar también en este tipo de proceso de expansión, el corrimiento inmediato de la línea de falla civilizatoria expuesta por Huntington hacia una nueva frontera exterior. Esta aparición de una nueva línea de falla comienza a distinguir al estado pos revolucionario de sus vecinos, en la medida de lo posible, y en los casos de existencia de conflictos nacionales previos, es lógico que reaparezcan, ante este particular reacomodo, una versión renovada de la contradicción. La frontera externa de Occidente, el verdadero agente que se ha expandido geopolíticamente de esta manera, y en general, desde el fin de la guerra fría, se extiende con cada proceso revolucionario de este tipo, incluso en zonas aparentemente exteriores a él, como el Medio Oriente, que funcionalmente responde a sus intereses.

  Casos notables de este tipo de líneas de fractura son Ucrania, Georgia y Yemen. Aunque dominados por causas diferentes para cada uno de los conflictos, los tres casos constituían, dentro del esquema teórico que dibujara Huntington, territorios en líneas de fractura particularmente sensibles. En el caso de Georgia y Ucrania, su cercanía cultural, económica e histórica a la Federación rusa y a entidades subnacionales de la misma, los ataba, por un lado, al bloque geopolítico ruso, pero por sus relaciones con la Unión Europea y su intención de incorporarse a este espacio geopolítico, quedaban relegados una zona geopolítica ambigua.

 Tanto tras la revolución naranja de Ucrania de 2004, que lleva al poder a Víctor Yuschenko, como la revolución de las Rosas en Georgia en el 2006, se evidencia de manera inmediata, no solo un proceso de fortalecimiento de las instituciones democráticas, con el pretexto retórico de la lucha contra la corrupción y el desmontaje de la clase estatal heredada de las transiciones, sino una renovada postura de confrontación ante Rusia, el estado contendiente más cercano a esos estados. La postura de enfrentamiento, que no solo era funcional al discurso político en estas naciones, fue también utilizada, junto con el partidismo pro-OTAN, como un argumento para atraer el apoyo de Occidente. Los regímenes políticos triunfantes usaron este tipo de referencias como un constante llamado a actualizar la frontera geopolítica de Occidente con Rusia, en el contexto de una campaña de ampliación del núcleo de estados “democráticos”, concepto que no tiene un significado preciso fuera de su significación geoestratégica. Como señala al respecto Frederick Coene (2016):

“la constante y abundante referencia a Europa no solo son evidentes en el discurso para la audiencia doméstica, sino también para la internacional. Habiéndose educado en Europa y Estados Unidos, la nueva élite política georgiana no solo entendió la mentalidad y el planteamiento político occidentales, sino que estaban muy familiarizados y acostumbrados a la retórica apropiada para hacerse amables a los líderes occidentales”. (p. 176)

 

La casi inmediata aplicación de los mecanismos de desregulación financiera regulados por los organismos rectores del capital central, que ha estado asociada a las revoluciones de colores triunfantes, aparentemente entra en contradicción con la postura nacionalista que generalmente estos estados asumen ante sus vecinos no integrados. Pero esa reacción refleja más una exigencia propia de la nueva frontera geopolítica que se ha creado y del marco de integración del que comienzan a formar parte estos estados, que de una frontera propiamente nacional. El nacionalismo pos revolucionario, como buen producto posmoderno, constituye una mascarada ideológicamente férrea de un proceso de disolución de la nación dentro de las trasformaciones globales de la institucionalidad.

Es precisamente la política exterior que adoptan los estados que sufren este tipo de procesos políticos, los que invitan a reconceptualizar el marco general de análisis de los mismos. El enfoque del choque de civilizaciones, aunque extendido, y en gran medida útil, para entender las potenciales regiones conflictivas, es particularmente taimado para entender la expansión geopolítica del bloque occidental. Además, que es pertinente señalar que el conflicto interclasista que mueve a este tipo de choques nacionales y regionales exceden el marco estricto del desacuerdo culturalista que aparentemente ocupa un lugar central en el análisis de Huntington. En este sentido, Kees van der Pijl aporta claves fundamentales para reconocer el patrón específico que rige este proceso expansivo.

 El autor holandés replantea el cuadro general del conflicto moderno a partir de la concepción, extendida en los estudios de relaciones internacionales, de la lucha entre estados lockeanos y hobbesianos. Siguiendo la tradición política moderna en la indagación de los principios fundamentales de la política, el estado lockeano, surgido con el nacimiento del capitalismo en Inglaterra (y exclusivo de esta nación), representa el modelo de sociedad extendido a los espacios coloniales del imperio anglosajón, constituyen el núcleo del sistema mundo moderno, cuyo principal rasgo estructural, la sociedad civil, constituye el elemento fundamental del sistema político imperante (Van der Pijl, 2005, pp. 65-70). Esta asociación a John Locke está determinada por el carácter liberal de este filósofo, que Christopher Hill (1980) considera portavoz del pensamiento secular burgués que se hace dominante tras el aplastamiento del movimiento radical y el triunfo de la Revolución Gloriosa (p. 93). Este modelo sociopolítico responde por consiguiente al de una sociedad civil de la que el Estado “se retira después de haberse impuesto activa y constructivamente, formando las instituciones necesarias para permitir la retirada “liberal” de la esfera de creación de riqueza” (Van der Pijl, 2005, p. 68), por lo que las clases poseedoras pueden ejercer su dominación “libre” en la esfera del espacio público.

   Al universalizarse el capital como dinámica esencial de las relaciones sociales durante el siglo XIX, y el capital inglés ocupar la posición dominante que le garantizaba ser el país en el que este modo de producción había despegado, se exporta la forma del estado moderno, de nuevo tipo, pero a la vez, en esta competencia en espacios geográficos lejanos se generan clases sociales que aspiran a la formación de un capital nacional que compita en paridad con la heartland, y pueda defender su propia dinámica social, ante el avance imparable del modelo anglosajón del capitalismo. Estos nuevos estados no solo mantienen rasgos de las entidades políticas premodernas, sino que el proceso de formación clasista de sus sociedades está marcado por una dinámica mucho más lenta de formación y regulación del espacio público de las clases “medias” sobre todo en su forma de socialización.

  Esta situación lleva entonces a que el Estado termine secuestrando parte del espacio público, y no permita que este sea un espacio exclusivo de circulación libre de ideas y mercancías que se acople, tanto en su modelo como en su funcionamiento, al único espacio público en el que la burguesía tiene libertad plena en el mundo anglosajón. Dentro de este tipo de estados, que están estructuralmente en desventaja ante la “heartland”, los estados socialistas fueron, según Van der Pijl, “la más completa configuración de los estados contendientes”, por retar el presupuesto de la posesión privada de los medios de producción (Van der Pijl, 2006, p. 36).

Para Van der Pijl, los estados contendientes han sido la estructura perenne en el sistema mundo moderno, y la lucha entre ellos y la heartland ha supuesto el contenido de las grandes luchas hegemónicas a nivel mundial durante los últimos dos siglos. A partir del conflicto perenne entre los estados que emergen como contrincantes de los estados centrales (anglosajones y su hinterland[5]) se ha perfilado los grandes conflictos globales, desde las guerras napoleónicas hasta las más recientes tensiones geopolíticas (Van der Pijl, 2005, pp. 87-88). Toda emergencia de este tipo de contrincante o contendiente, que ponga en peligro la asimilación y disciplinamiento del mundo por parte del capital occidental, así como su incorporación a los dominios de una clase capitalista transnacional, recibirá una respuesta hostil y de confrontación por parte de Occidente.

  Por tanto, la promoción de la democracia ha sido la forma en la que los estados centrales lockeanos han influido de manera estructural en los estados hobbesianos, fuera de su control directo, para provocar su asimilación, ya sea por la forma más dialogada o violenta posible. La prevalencia de los conflictos de este tipo en líneas de falla civilizatorias, incluso si se toma una noción amplia de civilización (como Huntington), ilustra la forma en la que las revoluciones de color no solo persiguen la expansión universal del modelo democrático, sino que sus casos más estructurados, están también orientados a zonas geográficas en las que hay estados contendientes.

 A esto se suma la exportación de una forma específica de intelectual, como producto especial de una división del trabajo avanzada, que encarna el modelo anglosajón, o al menos, lo imita pasivamente, puesto que este modelo tenía la peculiar cualidad, como afirma Arrighi, de aparentar servir no solo a sus intereses sino a un interés “universal” (Arrighi, 1993, p. 180). Este tipo de intelectual militante es el cuadro básico para el proceso de la Revolución de color, o en su defecto, para el aprovechamiento de una crisis política que pueda derivar en la reestructuración del estado lockeano.

 La imbricación de los programas de promoción de la democracia en el contexto general de pugna entre los estados contendientes y la hearthland por la hegemonía permite valorar en su justa medida el impacto de las revoluciones de color, así como los fenómenos políticos afines típicos de la tercera oleada de democratización, desde una perspectiva global. La extensión de la clase política trasnacional occidental hacia los estados hobbesianos y su progresiva reproducción en el seno de las clases políticas domésticas, por medio de los ajustes estructurales le brinda un peso considerable, no ya al momento mismo de la confrontación política típica de las revoluciones de color, sino a todo el proceso derivado de formación de un know-how, que se manifestó en un primer momento en la articulación de las redes de difusión de las técnicas efectivas para la movilización política a partir de la década del 90, y que contaron con el apoyo técnico de instituciones extranjeras con pericia y experiencia en las transiciones políticas como la USAID, la NED, o en el caso europeo, las Stiftung, tales como la Rosa Luxemburgo o la Friedrich Ebert (Carothers & De Gramont, 2013; Ottaway & Carothers, 2000; Sperri, 2015, p. 22; Wolff, Spanger, & Puhle, 2014, pp. 21-22).

  El tipo de regímenes políticos que emergen tras los procesos revolucionarios triunfantes, en concordancia con el tipo de intelectual orgánico que resulta vital para su articulación, no solo tiene, tendencialmente una actitud favorable a la integración con occidente, sino que, como clase asociada a las redes trasnacionales de las clases occidentales, también manifiesta una posición hostil ante los estados contendientes a occidente más cercanos a su nación. Y es preciso en este acápite insistir en la noción de estado contendiente para explicar la posición diplomática de las clases dirigentes posrevolucionarias, porque situarlas en el antagonismo democrático-autoritario sería una imprecisión factual, si consideramos que no toda revolución de color triunfante supone la superación de los problemas estructurales que supuestamente incitaron a la revolución (cuya tragedia es la primavera árabe[6]), ni tampoco implica, en ningún caso, que se promueva de manera más efectiva los valores asociados al ethos democrático occidental. De ahí que, sin importar el carácter violento o no del estado objetivo de este tipo de promoción, resulta curioso que Huntington no mencionara a la promoción de la democracia como una de las causas clásicas de los conflictos en las líneas de fractura civilizatorias, puesto que aún no habían tomado estas un papel tan predominante en la geopolítica occidental que cobrarían tras la primera mitad de los años 90 (Huntington, 1997, pp. 201-202).

  Debe destacarse, que un elemento que distingue a las revoluciones de color, de otros tipos de eventos de pugna y transformación política es que estas constituyen en la historia contemporánea, el colofón de una parte de los procesos de promoción de la democracia, ya que ocupan un lugar privilegiado en el arsenal de estrategias usadas en los conflictos globales en su más reciente etapa. Es precisamente por esta razón, que las revoluciones de color, si se consideraran como una tecnología política novedosa, pueden ser aprovechadas como herramientas cruciales en la lucha política (a posteriori) entre la región central del sistema mundo y los estados contendientes. Por lo que las consecuencias regionales y diplomáticas que se han podido constatar durante las últimas décadas permite deducir el propósito del empleo por parte de Occidente de estos mecanismos de influencia y asimilación geopolítica en diferentes regiones del mundo.


Conclusiones:

El capítulo que se abrió con el inicio de las revoluciones de color en Europa oriental a fines de la década del 90 apenas está en desarrollo, aunque sea en diferentes áreas geográficas y en circunstancias que ya no replican los rasgos de las primeras revoluciones de color. Y el escenario geopolítico si acaso invita a una continuación de la oleada de revoluciones, a medida que se agudicen las contradicciones internas en cada estado ante la crisis global y el modelo hasta ahora aplicado, aunque con variaciones y adaptaciones típicas de la difusión del fenómeno, determinen más específicamente las revoluciones políticas en esta época. También las contradicciones y la concomitante agrupación en bloques por la contienda hegemónica incitan a muchas preguntas sobre el tipo de procesos políticos revolucionarios o de confrontaciones que ocurren en nuestra época, así como el tipo de influencia que pueda tener cada bloque en la formación de los cuadros aptos para los cambios políticos asociados a las revoluciones de color, en específico.

 Lo cierto es que tanto la estructura sociopolítica trasnacional que ha sustentado a los programas de promoción de la democracia, con su consiguiente formación de jóvenes activistas, no puede ser desmantelada súbitamente, y ya constituye, como en otras etapas de la modernidad, un sector que es portavoz de reclamos políticos reales en cada sociedad no occidental. Aunque es precisamente este factor y su dependencia de circunstancias externas lo que hace suponer que las revoluciones de color, así como cualquier proceso revolucionario en la contemporaneidad globalizada, tiene un aspecto externo, que, en vista del impacto local y nacional de las políticas y fenómenos globales, tiene un peso relativo enorme en el desarrollo de los acontecimientos políticos, y en la posterior orientación de los regímenes políticos que emergen tras las revoluciones triunfantes.

 El proceso de formación de intelectuales orgánicos de estos organismos internacionales, puede constituir un elemento decisivo en la lucha entre bloques políticos en la arena internacional, sobre todo en las áreas cercanas a las líneas de fallas de las civilizaciones. Aunque bien cabría resaltar que, hasta este momento, el bloque geopolítico que ha estado en expansión es el mundo Occidental nucleado alrededor del eje anglosajón, y las estructuras internacionales útiles para estos menesteres han sido formadas bajo el amparo de este bloque geopolítico. La preeminencia del mundo anglosajón en los mecanismos financieros globales y las otras instancias reguladoras de la sociedad civil hacen suponer que esta dinámica de promoción pasiva de la asimilación geopolítica no está disponible para los otros principales rivales globales, excepto China, que podría ejercer esta influencia desde su recién adquirida posición central.

 De ahí que, si bien los presupuestos trasnacionales de las revoluciones de color no deben bajo ninguna circunstancia servir de instrumento para ignorar las legítimas causas de agravio al interior de la estructura clasista de cada estado afectado, sería impreciso subestimar la importancia que cobran estos en los momentos más críticos de los cambios políticos y los reordenamientos sociales posteriores. Antes bien, el factor que determina en última instancia el triunfo o fracaso de muchos conatos de revolución ha sido la articulación e intervención coherente del sujeto político contestatario, relacionado con las instituciones formativas globales y los gobiernos a ellas aliados. Y en un contexto pos revolucionario reviste aún más relevancia la presencia de los actores políticos globales formados al calor de la socialización trasnacional de la clase política occidental por medio de los mecanismos de la sociedad civil


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[1] El hecho de centrarnos en las experiencias no exitosas tiene como fin vincular a las revoluciones de color, con la Primavera Árabe como parte de una de las últimas oleadas revolucionarias ya que ambas comparten una forma específica de organización del sujeto político revolucionario y de la formación de los intelectuales orgánicos de este cambio.

[2] Por neoliberal se entiende aquí el cuerpo de políticas financieras y publicas asociadas a la escuela de Chicago y al consenso de Washington, según las cuales el capital adquiere una independencia casi total respecto a todas las otras instituciones normativas de la sociedad. 

[3] Estados centrales o zona central del sistema mundo capitalista que emerge en Gran Bretaña y abarca el mundo anglosajón en expansión. A diferencia de la definición original Mackinder (Dodds, 2007, p. 138), Kees Van der Pijl lo determina desde la Economía Política (Van der Pijl, 2014, p. 32)

[4] El empleo del término “gramsciano” en este acápite está determinado por el tipo de estrategia de “guerra de posiciones” estructural que realiza la clase capitalista occidental (Gill, 1993).

[5] Refiérase al espacio geográfico amplio queda más allá de los puntos de accesos globales de un país. El uso específico en este contexto, implica el conjunto de naciones coloniales que siguen estando atadas por diversos mecanismos a la polity anglosajona.

[6] Quizás el caso más trágico de la primavera árabe quizás aún es el de Siria, que arrastra la guerra civil que comenzó como resultado de la revolución (Glass, 2015). Aunque igualmente trágicos e irresueltos quedaron los conflictos abiertos por las revoluciones en otros estados árabes como Yemen o Libia (Fraihat, 2016).